9 abr 2008

Entre la No Reelección y Guerrero.

Recuerdo la cocina y sobre todo el refrigerador blanco del que robaba panela. No había nada mejor en el mundo que la panela envuelta en una tortilla de harina robada. El entrenamiento de combatiente para poder eludir a la abuela, al abuelo, a la señora que nos cuidaba y sobre todo a los hermanos y primos chismosos. Sueños de una gordita enclaustrada en el hecho de ser gordita y de ser alérgica al queso. ¡¡¡¡Cruel infierno!!!! ¿Por qué? ¡Primero la panadería al otro lado de la calle que nunca me dejaban cruzar por no haber cumplido los cinco años! Recuerdos que vencen las décadas y que se mantienen vivos como si fuera ayer que traté de saltar una reja para salir de la casa de la abuela.
En fin, la vida era igual, simple y divertida. Si llovía había lodo fresco en donde habían plantado árboles, si no llovía se podía jugar en la terraza y desde ahí no sólo construir, fuertes, castillos, lavanderías y ver lo que pasaba en las otras casas. El árbol de naranjitas amargas, la vecina que nos sobaba la panza y nos curaba de todo. El señor del pan, las viejitas amigas de mi abuela que iban a misa y que cantaban tan feo. Don Loreto que no fiaba pero que daba los bombones a 20 centavos de los viejos pesos.
Todo ese mundo se nos fue y ni cuenta nos dimos. Sólo un día ya no fuimos más. Se acabaron los juegos con el lodo, las llantas del mecánico de enseguida, los viajes a la casa de las Mirandita para comprar dulces sofisticados, o sea que vinieran empacados.
Luego jugamos en una casa más pequeña. Ya no podíamos correr, y las Navidades eran en un lugar que olía a desayuno, ¡qué horror! No podíamos salir, no conocíamos a nadie. Pero en fin, llegábamos ahí todos los días o casi todos los días. Los abuelos ya no tenían ese mismo refrigerador o por lo menos ya no se veía tan agradable. No sé, no lo recuerdo. Tuvieron uno o dos perros, no sé. Lo que si se, es que la cotorrita de mi abuela se murió y ahí la enterraron. Fue triste, la abuela le lloró. ¡¡¡Tenía 12 años!!! Era la mayor de las nietas.
Pasó el tiempo y llegaron a otro lugar. No podíamos ir todos los días. Teníamos que hacer viaje especial e inclusive tomar dos camiones. Allá no sé qué pasó. Recuerdo que mi mamá tomó unos cursos de costura y que tuve que usar un vestido morado para ir a verlos. Es raro, porque nunca me había tenido que arreglar. Me acuerdo que le dije a mi mamá que no me gustaba el vestido, era ¡enorme! Tenía el estilo de niña, está bien, mis años me lo permitían, pero mi estatura no. Me veía como un monstruo al que le pusieron un merengue morado, ja, ni siquiera morado: lilita. Fue trágico. Después del incidente jamás me volvieron a hacer un vestido. Creo que a mi madre se le había olvidado el incidente de la batita rosa unos cuantos años atrás y todavía tenía fe en mí y en los vestidos niñescos. Esta vez entendió por fin: para eso estaba mi hermana.
Cambiaron de casa, no supe ni cuándo. Fue raro, porque fueron más de seis años de estar de un lugar a otro. Ahora estaban tan cerca. En carro estaban a una canción de distancia. La ciudad había crecido hacia el norte y por fin había una calle que nos conectara directamente a la casa de la abuela. Ahora era diferente, los veíamos más seguido, pero ya no había con qué jugar. O leía o veía la tele. La tele y las telenovelas, así eran las tardes calientes, alrededor del comedor redondo de la abuela. Luego llegó el pollito de mi hermano. Tan pronto como llegó a la casa, mis alergias no le permitieron quedarse, así que se fue de refugiado a casa de los abuelos. Allí asustaba a la abuela, la correteaba. Era tan divertido. Los abuelos no querían que el pollo se muriera porque “era del niño”. Así que fue el animal más cuidado. Una vez terminó esponjado flotando en el inodoro porque la abuela lo encerró en el baño porque como no veía bien no quería pisarlo. Después de una sesión de RCP y de pasar toda la noche con enfermera y entre un par de toallas, el pollo volvió a sus andadas. El pollo se volvió gallo y después de varios incidentes con las pantuflas de la abuela a las que consideraba sus gallinas, encontró una mejor vida en un campo donde había más pollitos; esa fue la historia oficial.
El agua llegó e inundó todo el barrio de los abuelos. Una madrugada llegaron remojados, espantados y sin nada a la casa. ¡Pobrecitos! A media noche se desbordó un canal que pasaba cerca de su casa y el agua comenzó a subir. Les llegó hasta la cintura y fueron evacuados. Todo se fue con el agua. La tortuga disecada que tanto cuidaba la abuela y que había sobrevivió a toda la nietada se fue nadando. Las fotografías, la ropa, los muebles. Ahora sí que se les había quitado todo.
Hubo que comprar todo nuevo, lo cual fue bueno. Tuvieron mejores muebles, pero la casa se sentía más vacía. El nuevo reclinatorio era muy cómodo, aunque una buena tarde mi hermana lo tiró justo sobre la uña de la abuela. Todo era diferente, inclusive ahora tenían un teléfono rojo, que no era como el de ruedita que tenían antes, pero que si sonaba así. Con los años nos enteramos que no era digital y que era extraño. Mi madre lo tiene aun junto a su cama.
Pasaron los años y todos nos acostumbramos a manejar a la casa de los abuelos. Todos los días, todas las tardes comíamos o más bien cenábamos con ellos. Era lo normal, había que verlos. Cuando me fui de la casa, extrañé no verlos a diario. Pero hablábamos mucho por teléfono. Seguían tan presentes como siempre.
Pasaron los años y se fueron enfermando más y más. Una tarde en la universidad tuve que hablar con mi abuelo pidiéndole que no se muriera, que me esperara. Y me esperó. Bailamos en la cocina y platicó con nosotros. Luego se volvió a ir. La última vez que lo vimos estábamos todos en la cama de la abuela y lo veíamos a él en su camita, a veces acostado, a veces sentado, a veces queriéndose bajar del “tren en el que todos íbamos escapando de los nazis”.
Mi abuela no quiso volver a esa casa. No sé como mi madre pudo desmontarla. Desde ese momento la abuela vivió con nosotros y con una de mis tías por temporadas. Estuvo así siete años, siete años y medio, hasta que “empezó a ver gatos barcinos que la querían tirar en el baño”. Se quedó con nosotros en Navidad y Año Nuevo. Recuerdo que en Enero me despedí de ella, y al igual que con el abuelo, supe que no la iba a volver a ver. Fue la última vez que me dijo adiós pero ya no me dijo “que Dios te bendiga mijita”.
En fin, ahora están conmigo en un cuadro blanco y negro. La verdad no sé porqué estoy haciendo esto, al parecer uno tiene que desempolvar recuerdos, acomodarlos y verlos para poderse encontrar en ellos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hasta me hiciste recordar a los mios y mis viviencias de la niñez... toda una aventura los abuelos y aunque ya no esten tenemos una parte de ellos.
Besos!